Arraigo de la tauromaquia en Bogotá
En la antropología, los conceptos están atados a la pertenencia de las distintas escuelas de pensamiento. Lo anterior no es óbice para reconocer ciertas definiciones generales que pueden servir de análisis al estudio. Siendo el tema el del arraigo, convendría advertir de partida que esta es una categoría referida a los fenómenos culturales con presencia duradera en el seno de algunas comunidades.
Arraigo, cuya etología en el latín deviene de raíz, es un concepto que para las disciplinas sociales nunca ha contado con métodos de estudio que indaguen sobre las cifras exactas de humanos que se conjuguen con el fenómeno social. En las declaraciones de PCI en la Unesco, por ejemplo, y en donde el arraigo cultural es uno de los requisitos para la obtención de la categoría del Patrimonio, jamás se ponen en consideración cifras de popularidad, número exacto de cultores y otras estadísticas, totalmente indiferentes para las ciencias sociales. Por el contrario, la única medición plausible para determinar la raíz y permanencia de un fenómeno cultural en las sociedades, es precisamente el recuento histórico y la vigencia en el tiempo de los fenómenos. Por ejemplo, en los clásicos estudios indigenistas del Perú, se consideran con mayor arraigo a aquellas culturas que datan de siglos anteriores que aquellas mayoritarias y más cercanas a la contemporaneidad. Para cerrar esta idea, cabría recordad al pensador latinoamericanista Alfonso Reyes, quien destacaba al arraigo como algo contrario a la Universalidad, en consideración al profundo crisol de la riqueza cultural americana, tan variada como distinta en sus múltiples manifestaciones. Encumbrar una manifestación cultural por mor de popularidad, redundaría en una invalidez social con respecto a las ciudadanías que conservan modos antiquísimos y minoritarios de ser.
Sobre lo anterior, también la Convención de París emitida por la UNESCO en 2005, invocando su calidad como máxima autoridad del tema cultural en los países miembros de la ONU, contempla que el carácter minoritario de un fenómeno cultural no enerva ni su arraigo ni su pertinencia. Sensu contrario, la UNESCO considera que todas las manifestaciones culturales minoritarias son dignas de protección por parte de los Estados firmantes de la Convención, dentro de los cuales se encuentra la República de Colombia. Esto contradice totalmente el espíritu de la consulta, pues es suya la pretensión de eliminar una cultural minoritaria en razón a mediciones ciudadanas de pertenencia, cuando en realidad la conclusión de la votación es que merecen protección estatal para su fomento.
Según el «Principio de igual dignidad y respeto de todas las culturas» consagrado en la Convención de la UNESCO, se debe garantizar para la cultura minoritaria. En el mismo convenio, su artículo 7 determina medidas para la promoción de las expresiones culturales, en tanto que se les permita «crear, producir, difundir y distribuir sus propias expresiones culturales, y tener acceso a ellas, prestando la debida atención a las circunstancias y necesidades especiales de las mujeres y de distintos grupos sociales, comprendidas las personas pertenecientes a minorías y los pueblos autóctonos»[1]. Teniendo en cuenta que la Corte Constitucional a lo largo de su línea jurisprudencial ha considerado a la tauromaquia como parte del Patrimonio Intangible del pueblo de Colombia, su adecuación a estos principios técnicos y legales es evidente.
Por otra parte, la Constitución Política de Colombia también contempla, además de los derechos a la participación ciudadana, los derechos culturales como fundamentos de la nación. Por ejemplo, su Artículo 7 contempla a Colombia como un «Estado que reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación». Entre tanto, el Artículo 8 conmina como obligación del Estado el proteger dicha riqueza. No es de obviar la línea jurisprudencial de la Corte en el tema taurino.
En suma, el problema de la consulta antitaurina es su confusión del arraigo social con el arraigo cultural. La malversación entre ambas categorías sociológicas, sin embargo no las hace susceptibles a demostrarse mediante el conteo de votos. Por ejemplo, no existe el primer estudio de ciencia social que mida la popularidad desde las urnas para delimitar la naturaleza de un Patrimonio Cultural Inmaterial. En virtud de lo anterior, las votaciones reemplazarían los trabajos de maestros como Claude Lévi-Strauss o Clifford Geertz en lo que refiere al análisis antropológico sobre los fenómenos. Lo anterior, sería tan absurdo como determinar por vía de las urnas la veracidad de alguna religión con respecto a las otras, o inquirir sobre la naturaleza y protección de los Derechos Humanos mediante consultar o referendos.
La consulta antitaurina planteada por la alcaldía de Bogotá, además de carecer de aplicabilidad jurídica, al no derogar sus resultados la Ley 916 de 2004, tampoco puede ser un instrumento para reemplazar discusiones técnicas que tienen su especialización interdisciplinaria en el seno de la academia colombiana. Finalmente, resulta evidente que el Estado de opinión ha sido altamente desestimulado por la Corte Constitucional, desde luego por la inconveniencia de sus efectos y deseos.
Arraigo taurino en Bogotá
Comprendiendo a la cultura taurina como un todo de manifestaciones en torno al toro, y no solo como el concurso de la corrida, puede decirse que el arraigo taurino en la ciudad data desde la llegada de los toros a un territorio que, como el americano, no los tenía como animales endémicos. Es Alonso Luis de Lugo, junto a frailes cartujanos, quienes en 1543 importan a la sabana de la recién fundada Santa Fe los primeros ejemplares. Luis de Lugo vendió 35 toros y 35 vacas, a precio de mil reales por cabeza, para que fueran distribuidas así en las haciendas reales como animales guardianes.
Para 1551 se registra oficialmente la primera corrida de toros en Santa Fe, nombre que antaño las disposiciones territoriales del virreyno le daban a Bogotá. Fue en honor a la instalación de la Real Audiencia, y posteriormente para la llegada de su primer presidente, Andrés Díaz Venero de Leyva. Lo anterior quiere decir que en la capital se hacen festejos taurinos desde hace 464 años, extendidos hasta el 2012 con regularidad sorprendente, pues, como se verá más adelante, ni siquiera la época republicana refrenó el gusto taurómaco. En todo caso, es mayoritaria la presencia de años con festejos taurinos que las interrupciones por abolición. Estas últimas pueden dividirse solo en dos periodos históricos: la prohibición por bula papal y la de Gustavo Petro.
Otros autores señalan a la capital como epicentro de distintos festejos, significativos por su condición de celebración civil: «Del siglo XVI, se tiene al menos noticia de seis corridas: a la llegada del adelantado Alonso de Lugo; en 1545, cuando tomó el mando Pedro de Ursúa; en 1547, a la llegada de Miguel Diez de Armendáriz; en 1550, cuando el establecimiento de la Real Audiencia; en 1551, durante la posesión de Juan de Montano, y en 1564, cuando Andrés Diez Venero de Leyva tomo posesión del gobierno de Santafé»[1].
En cuestión, el toreo bogotano a lo largo de los siglos no pudo disociarse de su ocurrencia gracias a fastos civiles. Se hicieron corridas en la Plaza Mayor, como entonces se le llamaba a la Plaza de Bolívar, para celebrar ascensiones de reyes, llegadas de virreyes, proclamaciones de santidad, pero también para celebrar la Independencia y luego para conmemorarla de forma institucionalizada. Colonia y República son taurinas.
En El Carnero, primera obra literaria auténticamente colombiana que puede considerarse como tal, se narran innumerables festejos taurinos como parte activa de la vida santafereña. También es célebre la glosa sobre las vicisitudes piadosas vividas por Don Luis López Ortiz, próspero comerciante santafereño que se salvó milagrosamente del ataque de un toro que entró en su local, escapado de una corrida, y que apenas le ofendió untándole su levita con babas. A tal hecho, que trascendió por siglos en la memoria colectiva bogotana, se le confirió la categoría de milagro.
Con el discurrir de los siglos coloniales se pueden reconocer que la cultura taurina formó arraigo en la sociedad capitalina, bajo la forma de transcultura o transferencia cultural. Aquí, la tauromaquia adquirió una manifestación particular, permeada por el color local y el modo de ser santafereño. Por ejemplo, se toreaba con ruana, o se trasteaban los toros barrio a barrio, todo bajo preceptos de comportamiento netamente santafereños, rodeando los festejos además de manifestaciones gastronómicas y musicales propias de la región, cosa que no ocurre en ninguna otra tauromaquia del mundo. Desde luego los festejos también se verificaban en consonancia de severas celebraciones, más serias y con grandes componentes de hecho social. Algo digno de mencionar es que la única ocasión en la que se ponía alumbrado público, consistente en velas de cebo, era en la celebración de proclamaciones virreinales, ascensiones reales al trono y, desde luego, en días de corrida.
A la llegada del presidente aragonés Dionisio Pérez Manrique en 1669 de Lara se prohíben los festejos taurinos, mas no dejan de realizarse, debido a la gran afición del pueblo a la tauromaquia. Solo sería la aplicación de la bula papal antitaurina, extensible a todo el reino y las colonias, la que sea capaz de acallar la celebración de corridas por casi cinco décadas.
Durante 1654 hasta 1703 persistió una abolición de las corridas de toros en Santa Fe, no obstante los constantes festejos realizados, casi de forma subversiva, en fincas privadas y días de extremo clamor social, donde las autoridades se hacían las de la vista gorda, pese a la tremenda protesta de la iglesia.
Ante la llegada del ilustre virrey Diego Córdoba Lasso de la Vega, los festejos taurinos vuelven a la capital con gran pompa en 1704, al conmemorarse la jura de Luis I con fastuosas corridas de toros. Como ahora, el resurgir de la tauromaquia entre las aficiones de la población, no pudo ser posible sin el arraigo que esta práctica goza en determinado sector social:
«El presidente Diego Córdoba Lasso de la Vega logró restablecerlas a principios del siglo XVIII, con la condición de que «con ningún pretexto ni causa, llegada la noche desde las Ave Marías, no salgan ni corran a caballo, ni saquen toro dentro del lugar ni sus arrabales hasta la hora común del alba, como ni tampoco al tiempo que se celebran los oficios divinos; pena al transgresor del perdimento del caballo y silla y dos meses de cárcel»[2].
Se distinguió por su particular afición el virrey José Solís Folch de Cardona, advenido como tal en 1753. Para 1756, merced a la noticia de la exaltación de su hermano Francisco de Solís a cardenal, se realizaron los festejos taurinos más grandiosos de los que Santa Fe tuviera memoria. Sin embargo, con la ascensión del abolicionista Carlos III a la corona española, la Nueva Granada, nombre que entonces se le daba a los territorios de Colombia, también ve el arribo del virrey Pedro Messía de la Zerda en 1761. Aunque se se celebran cuatro corridas de toros por su llegada, luego él mismo hizo valedera la abolición de Carlos III. Pero no puede decirse que la ciudad se quedase sin corridas de toros, pues Messía de la Zerda seguía realizando festejos en su finca privada de El Aserrío, propiedad luego de don Antonio Nariño. Es precisamente don Antonio Nariño, en su calidad de alcalde regular de Santa Fe, quien en 1789 da la primera noticia de corridas de toros organizadas sin el concurso de fuerzas civiles extranjeras, volviendo a la vieja usanza de realizar festejos taurinos por espacio de seis días. Su paralela traducción al castellano de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sembró la semilla revolucionaria entre la élite de Santa Fe.
El último Virrey, Antonio Amar y Borbón, fue recibido con toros pese a la creciente subversión que gran parte de los santafereños ya sentían por la corona extranjera. En tal modo, y de forma curiosa, los hechos oscuros de pacificación ocurridos por la retoma del poder por parte de Morillo en defesa de la corona de Fernando VII, estuvieron ausentes de festejos taurinos casi, de no ser por un festejo en 1861 que pasará a la posteridad por ser motivo de ofensa a Morillo. En él, un independentista de nombre José Ramón Escobar, obtuvo su libertad y la de 11 de sus compañeros al banderillear un toro pese a contar en sus piernas de recio bogotano con los pesados y oxidados grilletes que servían para demorarlo en una mazmorra, centro de la represión. El pueblo saludó frenéticamente la proeza de Escobar, frente a la que el pacificador Morillo no tuvo otra opción que bajar la cabeza, y dejar de asistir a toros.
Lograda la primera proclama de Independencia, se celebraron festejos taurinosnueve días después del 20 de julio de 1810, en lo que los historiadores consideran es la primera corrida republicana: «En efecto, el día 29 hubo misa de gracias con gran solemnidad y en la tarde corrida de toros con mucha alegría y regocijo. Con motivo de la instalación del Congreso, en la tarde de los días 23, 24 y 25 también hubo toros, que fueron breves, y en la noche iluminación Finalizando el año de 1811, el 24 de diciembre, tuvo lugar la elección de presidente del Estado en propiedad, designación que recayó en Antonio Nariño, quien de paso diremos era muy aficionado a los toros. Al día siguiente, de pascua, se lidiaron toros magníficos, función que se repitió el día 27 amenizada por la banda de sargentos y cabos de Milicias»[3]
Conforme iba verificándose el proceso de emancipación, los ejércitos patriotas fueron financiados en parte con festejos taurinos. Famoso es el registrado en Santa Fe, cobrando medio real la entrada, cuyos réditos se destinaron a comprar el atalaje necesario para que el ejército libertador saliese de la vicisitud provocada por el brutal a través del páramo dl Pispa. Como refieren a los historiadores, «Despidieron al ejercito libertador con toros El 21 de enero de 1815. Simón Bolívar se hizo cargo del ejército patriota y a pesar de que los bogotanos no estaban muy contentos, el día 22, que fue domingo, se celebró un gran festejo taurino, destacándose los jinetes sabaneros que competían valerosamente con los osados toreadores de a pie».[4] Como era de esperarse, la noticia de la total emancipación fue celebrada en 1817 con diversas celebraciones, entre ellas, naturalmente, corridas de toros.
Con lo anterior se entiende que la tauromaquia ya no era concebida desde mucho ha por el capitalino como síntoma de una cultura extranjera, sino que la verificaba como un sentir suyo; el toreo ya era una cultura santafereña, sin visos de extranjerismo, por lo cual no podía simbolizar nada español, teniendo su auge más significativo precisamente en la época republicana. Ya en Bogotá, se decreta desde 1846 que la celebración de la independencia se conmemoraría el 20 de julio con corridas de toros en la plaza de Bolívar.
Aquí inicia la edad moderna del toreo colombiano, con la irrupción de toreros profesionales españoles como maestros de los patrios, la consolidación de las plazas monumentales, las grandes ferias capitales y, desde luego, el levantamiento de la Plaza de Toros de Santamaría, referencia absoluta de la tauromaquia americana.
Ante la llegada de las primeras cuadrillas españolas que practicaban el toreo a pie, se popularizan las capeas en distintos barrios bogotanos: San Diego, Las Cruces, Chapinero, Las Nieves y San Victorino, son los principales distritos que desde 1980 crean sus propios cerramientos para que hagan las veces de plazas de toros. También, con la definición de los caminos de herradura y la navegabilidad del Río Magdalena, empiezan a aparecer reses llaneras y cuneras que propician el toreo a pie hecho con muleta, como ya estilaba en España desde un siglo antes. Cada barrio vivía la tauromaquia según sus propias posibilidades económicas (de las elegantes corridas de Chapinero, con toreros traídos de España y asistencia de la alta sociedad, hasta las populosas corridas de San Victorino y Las Cruces, donde prosperó la industria de la chicha y las gentes más humildes encontraron su afición con modos más furiosos). Aunque desde entonces el toreo recibiera el desprecio de parte de la población, no deja de ser cierto que la práctica lograba atraer a los capitalinos que así lo quisieren, en virtud al enraizamiento de la misma.
Con la explosión demográfica, lo mismo que con la naciente industria del espectáculo, se hizo patente la necesidad de tener escenarios idóneos para la práctica taurina, a la par que grandes toreros españoles se popularizaban entre los aficionados. Es también para 1890 que Bogotá cuenta con su primer escenario taurino digno de tal nombre: La Bomba, circo de madera que precedería a otras 18 pequeñas plazas construidas ex profeso antes de la irrupción de la Santamaría en 1931.
Tras el advenimiento de las reses de casta pura importadas por la familia Sanz de Santamaría en la década de los 20, el toreo en Bogotá adquiere su plena madurez. Con la necesidad de tener un escenario monumental para albergar a la ya presente afición, conocedora y seria, don Ignacio Sanz de Santamaría invierte su fortuna en la construcción de la plaza de toros que hoy tiene en disputa a dos sectores de la sociedad, que no a toda. El domingo 08 de febrero de 1931, y ante la presencia de todas las fuerzas representativas de la vida civil capitalina y nacional, se verifica la primera corrida de toros en esta plaza.
81 temporadas taurinas alcanzaron a verificarse antes de la llegada de Gustavo Petro a la alcaldía de Bogotá en 2012, año en el que se realiza la última corrida. En dicha temporada final se registran cuatro imponentes llenos en la plaza, los días 15, 22 y 29 de enero, y finalmente el 19 de febrero, cuando se clausurara el recinto para espectáculos taurinos. Frente a esto, cabe preguntarse cómo puede llenarse cuatro veces una plaza monumental con cabida para casi 15.000 espectadores, de no ser porque dentro de su población hay el arraigo suficiente para vender más de 60.000 entradas para las funciones de toros.
Ya en 2014, la Corte Constitucional de Colombia reitera su línea jurisprudencial al proferir el fallo de tutela T-296/13, con el que conmina a la administración distrital a restituir la Santamaría como plaza de toros. Se puede subrayar el siguiente punto del auto de aclaración:
«5.5.1.3. Razón de la decisión: (i) la tauromaquia es una expresión artística y cultural, reflejo de un arraigo social y de la realización de una tradición sociológica; (ii) el deber constitucional de protección animal no se opone absolutamente a la celebración de espectáculos taurinos, en virtud del deber, también constitucional, de promoción y protección de la diversidad y el patrimonio cultural».
La parte resolutiva de la sentencia, cuya observancia es de obligatorio cumplimiento, ordena:
«restituir de manera inmediata la Plaza de Toros de Santa María como plaza de toros permanente para la realización de espectáculos taurinos y la preservación de la cultura taurina, sin perjuicio de otras destinaciones culturales o recreativas siempre que éstas no alteren su destinación principal y tradicional, legalmente reconocida, como escenario taurino de primera categoría de conformidad con la Ley 916 de 2004».
Junto al punto anterior, huelga decir que la Ley 916 contempla a la Santamaría como plaza de primera categoría en Colombia, estatus que solo se da a los recintos monumentales construidos para el uso de la tauromaquia. Gozando de este rango legal, la Corte Constitucional también reconoció en la sentencia C 889/12 que la mera existencia de una plaza de primera categoría, es prueba suficiente para determinar el arraigo de la tauromaquia en excepcionalidad al estatuto de protección animal, siempre y cuando los festejos se realicen en las fechas tradicionales, que en Bogotá pueden rastrearse, como se vio, hasta el siglo XVIII.
Según lo expuesto, el toreo en Bogotá hace parte, junto a múltiples manifestaciones dispares, del patrimonio cultural intangible del pueblo bogotano, pues como fenómeno cultural ha estado presente en la capital desde todas sus edades históricas, contando en el siglo XXI con el suficiente arraigo como para ser capaz de llenar la plaza de toros en sucesivas veces, pese al rechazo que un sector de la sociedad erige contra esta clase de prácticas. Se vería inadecuado determinar por vía de las urnas, y en directo atropello a derechos fundamentales ya tutelados por la Corte Constitucional y la Ley, principios técnicos que corresponden a las disciplinas de las ciencias sociales, y, desde luego, ante la clara vigencia del toreo desde 1551 hasta 2012, e incluso con posterioridad, como ha quedado patente con las múltiples manifestaciones que los aficionados taurinos de Bogotá han adelantado contra las medidas de la administración distrital. En suma, si se determinara por vía de la popularidad el arraigo de cualquier expresión cultural, se concluiría que en realidad la capital no cuenta con ningún tipo de arraigo hacia nada, puesto que ninguna práctica cuenta con la unanimidad favorable de la población, sean los ritos indígenas, la consumición del tamal con chocolate, el uso de la ruana o, como es objeto de esta disertación, las corridas de toros. Sensu contrario, el desarraigo resultaría de una abolición lograda por vía de las urnas y en total distorsión de las disposiciones de la Corte Constitucional, en cuyas sentencias, no es posible encontrar en la parte resolutiva, mandato alguno que ordene a las administraciones para que verifiquen por sondeos el nivel de popularidad de la práctica taurómaca, con miras a validarla o negarla. Ya la Corte dispuso a través de la sentencia C 889-12, la falta de alcance de las autoridades locales para la restricción de la tauromaquia en plazas de primera categoría, y también en T 296-13, donde hay un directo mandato dirigido a la alcaldía de Bogotá, donde se le conmina a «abstenerse de adelantar cualquier tipo de actuación administrativa que obstruya, impida o dilate su restablecimiento como recinto del espectáculo taurino en Bogotá D.C». Los resultados de una eventual consulta, sin poder aplicarse, también contradirían el mandato del Constitucional.
Si bien es cierto que la cultura es mutable, y que la espontánea sensibilidad moral es uno de los rasgos definitivos de la sociedad moderna, tampoco deja de ser cierta la prevalencia de los Derechos Humanos, donde el libre acceso a la cultura es uno de los basamentos para una sociedad evolucionada. Por el contrario, las prácticas de totalitarismo en contra de minorías al otro lado de los «desacuerdos razonables», son rasgos distintivos de las peores experiencias sociales del siglo XX.
En consideración a lo anterior, el arraigo de la cultura taurina de la capital está demostrado por vía legal ante la existencia de la plaza que la Corte ordenó restituir para espectáculos taurinos, en toda medida al tutelar los derechos fundamentales de los toreros y aficionados bogotanos, que mantienen la vigencia de un fenómeno cultural presente en la capital desde 1551.
NOTAS
[2] Íbid.
[4] Íbid.
(1) http://www.taurologia.com/imagenes%5Cfotosdeldia%5C1672_ensayo__la_fiesta_de_toros_en_colombia.pdf
Comments