Corridas de toros e instintos
Respetando como una norma de convivencia el punto de vista de los antitaurinos, que cada vez con sus ataques irracionales y carentes de piso instintivo, ganan más y más terreno con sus ciegos intentos por abolir a toda costa las corridas de toros, quisiera dar mi opinión en este sentido, pero defendiéndolas, por supuesto, ya que considero sería el error más desmedido que se pudiera dar, en lo que respecta a nuestro equilibrio psíquico. Como quien dice, el remedio sería mucho peor que la enfermedad, ya que con su posición intransigente estarían dándole vida a la verdadera violencia del hombre por el hombre, al estilo de las barras bravas del fútbol y de las pandillas urbanas, las que al no encontrar un sustituto adecuado con relación al instinto latente de rivalidad intraespecífica, sin percibir su origen impulsivo, descargan hacía sus congéneres la violencia reprimida, que como instinto genuino, a como de lugar, busca una salida de emergencia, la que por lo regular, cuando no se le descifra convenientemente, resulta destructiva. Igualmente acontece con el instinto por la supervivencia direccionada hacia la caza de la presa, el cual, al no encontrar, por abolición de la muerte del toro en el ruedo, un equivalente acorde, ya que cazar directamente en la naturaleza implicaría poner en peligro de extinción a la gran mayoría de las especies del planeta, a lo que nos llevaría una medida tan descabellada como ignorante, es a emprender una búsqueda desesperada y ciega hacia sustitutos inadecuados para su satisfacción: sicópatas en acción por doquier. Ténganlo por sentado amigos antitaurinos, que por esos caminos es que nos veríamos inmersos; razón, entre otras, por las que, igualmente, soy un defensor acérrimo del boxeo y otros tipos de confrontaciones deportivas por el estilo. Todo es cuestión de identificar plenamente a los instintos violentos genuinos y de brindarles una satisfacción adecuada, y no enferma y depravada, que es a donde estas medidas coercitivas, implementadas, nos podrían conducir.
La muerte del toro en el ruedo
A una corrida de toros se debe ir para identificarnos con el valor y con la bravura, que respectivamente, despliegan el torero y el toro durante la lidia; para deleitarnos con el arte que nos brinda el torero frente a las posibilidades y riesgos que el toro le depara; y para compenetrarnos con la muerte, con la muerte del toro. Exigencias instintivas, y como tal, imperiosas y apremiantes.
Dejando de momento a un lado las connotaciones de valor, de bravura y de arte, a continuación examinaré el encadenamiento impulsivo de los satisfactores que nos proporciona la muerte del toro en el ruedo, equiparándola con la muerte por la supervivencia administrada a la presa en nuestra etapa de cazadores natos, la más antigua, o en entre las más recientes, la de cazadores-recolectores, y la deportiva de nuestros días sin nexo alguno con la subsistencia, direccionada tan solo por el placer de matar la presa, un fin en si misma y nada más.
Lo anterior, en razón a la prevención manifiesta, en lo que a la muerte del toro en el ruedo se refiere, de un sector definido de nuestra cultura moderna, que cada vez con mayor decisión se interponen en el desarrollo de las corridas de toros con una postura, por lo general, beligerante e intransigente, y a todas luces fuera de tono, posición, que en consecuencia los inhabilita, en buena medida, para percibir las demandas implícitas de tipo instintivas, impresas en letra indeleble en nuestro acerbo genético.
Aunque, igualmente, un buen porcentaje de nuestra sociedad se identifica plenamente con las corridas de toros, también es cierto que parte de este selecto grupo, al eludir el calificativo de salvajes, alegoría al Circo Romano, señalamiento al que muchos temen, terminan siendo presa fácil de la presión manipuladora y represiva, que esgrimen a favor, conceptos prejuiciosos y equívocos, de tipo ético, religioso y cultural; por lo que, lastimosamente, ceden en contra, un terreno legitimo en detrimento de su equilibrio psíquico de carácter instintivo.
Actuar ciegamente en contra de los impulsos naturales innatos, es conducirlos, por lo general, por caminos sustitutivos erróneos e imprevisibles. Las corridas de toros tal como están fundamentadas, muerte del toro incluida, satisfacen, como tal, buena parte de nuestras necesidades de supervivencia, relegadas por un modernismo degradante, a un segundo plano.
En consecuencia, es imperioso emprender una lucha decidida en contra de las tendencias manipuladoras que se interponen al desenvolvimiento natural de nuestros instintos más sentidos, a fin de recuperar de una vez por todas, el terreno, que sin resistencia alguna, hemos cedido a los que se tildan de cultos por rechazar ferozmente y con tan escasos y débiles argumentos, aunque si excluyentes y hasta amenazantes, por así decirlo, al tildar de salvajes, su argumento bandera, a los amantes de las corridas de toros.
La muerte por la supervivencia
En lo que al hombre se refiere, la muerte por la supervivencia hace parte de nuestro legado instintivo innato. Para subsistir en sus incursiones de caza, y de pesca, igualmente, la ha administrado y disfrutado, entiéndase bien, a través de su peregrinaje evolutivo.
En el ruedo, como equivalente de primer orden de la caza mayor, la muerte del toro es sinónimo de supervivencia, es una terapia relajadora en lo que a nuestro instinto depredador se refiere; instinto que empezó a gestarse hace unos 600 millones de años, cuanto menos, cuando en forma de peces primitivos deambulábamos por los mares del cámbrico; instinto que mejorado paulatinamente en su eficacia, se ha mantenido sin cambios aparentes desde su implantación primigenia. Por el contrario, nuestra cultura, de la que tanto se vanaglorian los antitaurinos, tan solo cuenta, como mucho, con unos diez mil años de desarrollo. Un lapso de tiempo geológicamente despreciable, como para hacerle la más mínima mella, a excepción de confundirlo, a un instinto tan profundamente arraigado a la naturaleza humana. En consecuencia, en contraposición de los partidarios de prohibir el ingreso a las corridas a los jóvenes menores de 16 años, la muerte del toro en la plaza hay que contemplarla en ese éxtasis y sobrecogimiento que ante su presencia embarga al niño que no ha sido corrompido por prejuicios éticos, morales y religioso alguno.
Cuando este, impulso no se satisface en forma conveniente o cuando se reprime (como suele acontecer con el instinto sexual), puede ser sustituido enfermizamente con la contemplación deliberada de ajusticiamientos y despojos humanos esparcidos tras un accidente o por actos terroristas, o por el homicidio sin justificación aparente de causas, los psicópatas a los que nos referíamos anteriormente.
Toda esta gama de tendencias antagónicas a la de la muerte de la presa por la supervivencia o a la de su equivalente, la muerte del toro en el ruedo, bien podría ser el surgimiento de un instinto desviado, que en su faz genuina condujo a nuestra especie como tal, a su conservación y supremacía.
Aunque nos resistamos a creerlo, aunque racionalmente lo consideremos injusto, la muerte de la presa, sincronizada con la muerte por la supervivencia, se conjuga plenamente con nuestras inclinaciones innatas. Su desvío en la represión extrema, bien podría conducirnos hacia la búsqueda de sustitutos enfermizos e inadecuados desde todo punto de vista. Lo que le acontece con los antitaurinos, que automáticamente, como desviación del instinto por la supervivencia, se inclinan, insofacto, por la muerte del torero (la que sin escrúpulos pregonan abiertamente), en contraposición a la muerte del toro al que defienden con tanta vehemencia: “Queremos más Burleros, queremos más Yiyos muertos”, rezaban las consignas que los defensores profesionales de los animales plasmaron en las paredes exteriores de la plaza de Las Ventas de Madrid, cuando en 1.984, en la plaza de Colmenar Viejo, el toro de nombre Burlero de una cornada le partió en dos el corazón a José Cubero, Yiyo, expresiones fuera de todo contexto racional, pero que identifican plenamente la mentalidad del psicópata.
En resumen, la muerte del toro en el ruedo y la muerte por la supervivencia, equivalen: genuinamente reducen las tensiones propias de este impulso primario plenamente enraizado en nuestro contexto genético, donde se asienta en estado latente, y por tanto ávido de actividad, la que ha de buscar, ya sea por el camino genuino o el desviado, sea el caso. De ahí, que no haya un mejor escenario para contemplarla en toda su manifestación y grandeza, que en el ruedo de una plaza de toros. ¡Enhorabuena!
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