El día en que el candidato a beato, Monseñor Ismael Perdomo, toreó
El venerable Monseñor Ismael Perdomo Borrero actualmente se halla en causa de beatificación en la Iglesia Católica, se espera que pronto dé el primer escalón, como beato, rumbo a ser canonizado, es decir, a ser declarado santo dado los testimonios que sostienen que el obispo durante su vida en la tierra consagró virtudes heroicas como los son las de la Prudencia, Justicia, Templanza y Fortaleza. Pero, como todo gran varón católico, sus historias no sólo se cimentan sobre fragmentos de virtudes de oración o dentro de los templos, sino también sobre las buenas anécdotas de su vida cotidiana, y esta vez, sobre su vida torera que también fue permeada de bondad.
Monseñor nació, según el diario El Catolicismo de la Arquidiócesis de Bogotá, en Gigante (Huila), el 22 de febrero de 1872. Fue ordenado sacerdote el 19 de diciembre de 1896 por el señor Cardenal Lucido M. Parrochi. Fue nombrado por el Papa León XIII como primer obispo de Ibagué. De 1908 a 1919 fue Secretario de las Conferencias Episcopales reunidas en Bogotá. El 5 de febrero de 1923, Su Santidad Benedicto XV le promovió a la Sede Titular de Trajanópolis como coadjutor del arzobispo de Bogotá, Monseñor Bernardo Herrera Restrepo, con derecho a sucesión; lo que sucedió efectivamente el 2 de enero de 1928.
Dedicado al gobierno de la Arquidiócesis de Bogotá, emprendió la construcción del edificio del imponente edificio del Seminario Mayor, ubicado en la carrera séptima con calle 100. Para 1948, allí conoció al futuro sacerdote y capellán de la Universidad Nacional y el Gimnasio Moderno, Luis Montalvo Higuera. El Padre Montalvo cuenta en su libro autobiográfico, Yo Sacerdote. p. 39, la anécdota taurina durante una de las visitas del querido obispo al seminario:
En una de las visitas Monseñor insistió en cambiar el juego y propuso jugar al toreo, obviamente el sería el torero, saco su gran pañuelo y dijo: «Bueno mis muchachos, necesitamos un toro, pero eso si, la condición es que sea ancho». Inmediatamente todos llevaron sus ojos sobre la figura del gordo Rocha, sí, Raúl Rocha era el indicado y por unanimidad fue lanzado a la arena.
Para aquella época habían pasado dos años de la apoteósica presentación de Manuel Rodríguez «Manolete» en las plazas Bogotá y Medellín y el toreo se hallaba en pleno auge en Colombia. Grandes figuras españolas cruzaban el Atlántico y toreaban en esta tierra. Toda la sociedad se veía permeada de noticias, comentarios y publicidades relacionadas a la tauromaquia. La Santamaría contaba con su propio capellán debido a los constantes festejos y el clero se veía evidentemente inmiscuido en las fiestas taurinas. El padre Montalvo continúa:
Al principio el toro lucía tímido y poco bravo, pero los gritos del público, los olés que venías de los palcos y el llamado del torero, encendieron en Rocha ese toro que llevaba dentro y empezó a embestir con fuerza y cada vez lo hacía con más fuerza, hasta que fue con tanta fuerza que en su vehemencia embistió al torero y este toro envió a la arena, en este caso al cemento, al torero.
Como se puede evidenciar, Monseñor Perdomo tenía conocimiento del llamado a los toros al momento de ser lidiados, de que debían ser grandes y bravos y también es de ver que los seminaristas comprendían, en el juego del obispo, la cuestión taurina. Sigue:
El toro saltó de alegría ya que había vencido a su adversario, pero algo pasaba, la plaza enmudeció, todo era silencio y en ese momento fue donde el toro se dio cuenta que el torero que yacía tendido no era un torero, sino su Excelencia el Arzobispo de Perdomo, y sin pensarlo dos veces y ante tamaña osadía el toro voló por encima del público corriendo apresuradamente para esconderse en los jardines de la plaza... Perdón, del seminario.
En ese momento todos corrieron, todos se escondieron del miedo ante tal hecho. La plaza enmudeció ante la tragedia. Sin embargo, dice el Padre Montalvo que Arzobispo de Bogotá simplemente se levantó, se arregló sus vestiduras, se despidió cortésmente y se marchó en su carro. Pero como los hombres de grandes cualidades y acostumbrados, como San Juan Bosco, a tratar con los jóvenes, regresó al día siguiente:
Al día siguiente estando en recreo se escuchó algo anormal, el ruido que producía el motor del carro del Arzobispo. ¿Y qué hacía allí? Si el nunca iba dos días seguidos al seminario. Todos los ojos se depositaron en Rocha que lleno de pánico nuevamente emprendió la huida; el Arzobispo se bajó del carro y con voz firme pronunció estas palabras: «Vengo a buscar al toro». Eso era una orden directa a todos [...] lo encontraron y felices lo llevaron a la presencia del Arzobispo. Rocha temblaba [...] pero Monseñor Perdomo con el cariño de un padre hacía su hijo le dijo: «No se afane que no ha pasado nada, y aquí le traigo este regalito» [...] todos vieron y aprendieron el valor del perdón y la cara de alegría en Rocha por el haber sido perdonado.
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