La historia de la fiesta brava en Colombia: desde el virreinato hasta las plazas (I)
La historia de la fiesta brava en nuestro país, relataba que primero era un espectáculo para la realeza, pero con el paso de los siglos se convirtió en un espectáculo popular y que siempre ha reunido a todos los estamentos de la sociedad de nuestro país. Vamos a repasar como llegó la fiesta brava a nuestro país en tres partes: la fiesta brava en el virreinato, la fiesta brava en los siglos XVI – XIX y la llegada de la fiesta a las ciudades.
LA FIESTA BRAVA EN EL VIRREINATO
Nos remontaremos al año 1532, donde la fiesta brava llegó a nuestro país con la conquista. En el año mencionado en Acla (Darién), los vecinos hicieron festejos para recibir al gobernador de ese entonces, Julián Gutiérrez. Pocos años después cuando se fundó Santafé, el adelantado de la época Luis Alonso de Lugo, trajo a la Sabana 35 toros y 35 vacas, que vendió entre sus hombres por 1000 pesos oro cada uno.
Del siglo XVI solo se tuvieron noticias de seis festejos:
- A la llegada de Alonso de Lugo.
- En 1545 cuando tomó el poder Pedro de Ursúa.
- En 1547, a la llegada de Miguel Diez de Armendáriz.
- En 1550, cuando se estableció la Real Audiencia.
- En 1551, durante la posesión de Juan de Montano.
- En 1564, cuando Andrés Diez Venero de Leyva se posesionó en el gobierno de Santa Fe.
La fiesta de toros en ese momento, fue considerada como parte galante de las fiestas civiles y religiosas. Con ella se agasajaban a los presidentes y obispos, se celebraba la coronación de reyes y las noticias del nacimiento de los infantes, y con la fiesta brava se daba alegría a los festejos de los Santos Patronos. A lo largo del año, se podía disfrutar de la fiesta brava. Las promovían y organizaban los cabildos de las villas y ciudades, quienes solicitaban los ejemplares a los hacendados más prestantes de las localidades. En esos años y época no se contaban con plazas fijas sino móviles, los cabildos nombraban a los vecinos que costeaban el tablado de la plaza y de los balcones. Por ejemplo, para las fiestas del Santísimo Sacramentado en Popayán en el año 1629, se nombraron las obligaciones a encomenderos y caciques de la región.
Las improvisadas plazas de toros de ese entonces, eran ubicadas en la misma plaza principal y eran cercadas con madera, para que desde los callejones se hicieran los lances los diestros. En otros lugares de la plaza, se levantaban palcos o balcones para que se ubicara la autoridad. Se gastaban grandes sumas de dinero para que los cosos taurinos portátiles se hicieran y el encierro de la plaza, no era muy seguro para los vecinos de la misma. Había veces en que las reses se salían del cerco y provocaban pánico a la población. Juan Rodríguez Frayle refiere que, en 1738, se celebraron corridas de toros, comedias y pandorgas, para la llegada del presidente Antonio González.
En cada día de la época virreinal, se podían correr cuatro y cinco toros por día, y duraban hasta que resultara bravío y furioso el animal. Las cornadas y muertes de los espontáneos matadores no menguaban la alegría del festejo, puesto que eran sacados y la corrida continuaba.
Las corridas de toros, calaron hondamente en toda la sociedad de la época del virreinato neogranadina:
– Los indígenas: tomaron una notable afición a la fiesta, llegando a desarrollar particulares formas de torear. Toreaban en las fiestas, indios de Coyaima, Natagaima y Ataco.
– Los afrodescendientes: se había dicho que ellos carecían del espíritu de la fiesta de toros, pero hicieron memoria en Santafé, Cali, Medellín y Cartagena.
– Los religiosos neogranadinos: nunca estuvieron apartados de la fiesta brava y ocuparon un palco preferencial en cada tarde taurina. Por ejemplo, en Pamplona, las monjas del convento carmelita llegaban a ser sancionadas, por el griterío que formaban cuando se asomaban desde las ventanas a ver las corridas.
Al finalizar el siglo XVII, fueron prohibidas las corridas de toros en territorio nacional por orden del Papa Pío V desde Roma. Abriendo el siglo XVIII, el presidente Diego Córdoba Lasso de la Vega, reestableció la fiesta brava con la siguiente condición: «con ningún pretexto ni causa, llegada la noche desde las Ave Marías, no salgan ni corran a caballo, ni saquen toro dentro del lugar ni sus arrabales hasta la hora común del alba, como ni tampoco al tiempo que se celebran los oficios divinos; pena al transgresor del perdimiento del caballo y silla y dos meses de cárcel». Se presentaron quejas, porque la afición echaba a correr los toros en horas del día y hasta de la noche, sin respetar las horas de misa. En el año 1624, en Tunja se corrieron toros para celebrar la beatificación del jesuita San Francisco de Borda.
Con el establecimiento de la ciudad de Santafé y la creación del virreinato, se incrementaron las corridas de toros. La llegada al trono de cada monarca o la llegada a la ciudad de un nuevo virrey, eran motivo de celebraciones en las cuales obligatoriamente debían incluir corridas de toros. A finales de mayo de 1749, se hicieron cinco corridas de toros para celebrar la jura de Fernando VI.
En el gobierno del virrey José Solís en 1753, fue donde la fiesta brava se convirtió en el espectáculo más concurrido y disfrutado. Poco después de la llegada de Solís, se ordenó por el Cabildo, cinco días de toros en honor al virrey, quien presidía en el palco principal. En 1756, se informó que el hermano del virrey fue ordenado Cardenal, el Cabildo preparó un homenaje especial con seis corridas de toros con toreros de Honda que fueron a Santafé, para participar en estos espectáculos.
Al propio virrey Solís, le correspondió preparar los festejos del ascenso al trono de Carlos III. Para los festejos taurinos; en las corridas hubo hombres uniformados con penachos en la cabeza, a manera de mitras, quienes fueron los encargados de picar los toros. Pero el mayor atractivo fue un español con un negro, quienes hacían las suertes más extraordinarias, y un indio montó un toro como si fuese un jinete.
Poco imaginaba el virrey Solís que el rey Carlos III, aboliría la fiesta de toros en sus dominios. El rey condenó la tauromaquia como “una fiesta de gente bárbara y baja” (cosas que hoy en día, vemos también). Gracias a la prohibición Real, surgió la simulación de las corridas de toros que se conoció como “vaca loca”, que fue una diversión que se vivió hasta hace casi dos décadas atrás en nuestro país, que consistía en fabricar un armazón de madera en forma de toro, en cuyo interior se colocaba una persona para que lo manejara. La tarea de llevarla en dirección donde estaba la gente. Y para darle mayor atracción al espectáculo, en los cuernos se colocaban unas estopas empapadas con brea y las prendían con fuego. Los espectadores tenían que avivarse para no salir quemados de este juego.
Durante el siglo XVIII, España sufrió una de las transformaciones más importantes del toreo: se pasaba del caballo al toreo de a pie. Los nobles se retiraban de las plazas, para darle cabida a las clases bajas. En dicha época, aparecieron las cuadrillas de banderilleros, los pares de banderillas, el tercio de muleta y la suerte de matar. Como es conocido surgieron las figuras de Pedro Romero, José Delgado “Pepe-Hillo” y José Cándido, quienes vestían calzón corto, chaqueta y coleta; en 1740 Romero inventó como todos conocemos, la suerte de matar al recibir. Volviendo al Nuevo Reino de Granada, Carlos III acató el toreo de a pie de manera contradictoria. El virrey Pedro Messía de la Cerda, cordobés, gran amante de la fiesta de los toros y sucesor de Solís, respetó las decisiones del Rey y no promovió la fiesta brava desde su despacho, pero sí hacía festejos en la finca El Aserrío para sus amigos y allegados. Con la muerte de Carlos III en 1788, la fiesta brava volvió a celebrarse públicamente en territorio Neogranadino. Desde esa vez, en las fiestas del Corpus Christi, San Juan y San Pedro, volvieron a darse corridas de toros. En el siglo XVIII del cual estamos hablando, también se hicieron corridas de toros en las plazas públicas de las ciudades de Medellín y Cali.
La próxima semana, la fiesta brava en los siglos XVI y XIX.
BIBLIOGRAFÍA
- RODRÍGUEZ, PABLO. Los toros en la Colonia. Bogotá: Revista Credencial Historia, 1995.
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